La Fata Morgana

img_0771-La tormenta está muy cerca -afirmó Duncan, apoyado en la barra del Sealkies.

Contemplaba su cerveza algo preocupado pues el viento seguía subiendo y las noticias de la radio no resultaban alentadoras.

– El servicio meteorológico anuncia que ‘Atila’ caerá sobre nosotros en las próximas horas -continuó.

-¿Tienes miedo? ¡Bah! El viento de sur no ha roto nunca nada –dijo Scott.

El viejo Scott era el dueño de aquella oscura taberna con nombre de sirena. Esa tarde en que toda la flota estaba amarrada por una tormenta que amenazaba con potencia destructora, sus únicos clientes eran Duncan McGregor, huérfano de un amigo suyo, y Ezequiel, un marinero angoleño con motivos desconocidos para quedarse en Uig.

-He tapiado las ventanas y atrancado todas las puertas por si acaso, y he amarrado la Monalisa en la dársena de oeste lo mejor que he podido. Espero que el temporal sea benévolo con ella… Dicen ésta será la mayor tormenta jamás acontecida.

-Lo dudo –contestó Scott-. Eso ya pasó… Aún recuerdo la tempestad que asoló este pueblo hace ya treinta años. Fue un encabronado viento de tramontana el que arrasó con casas y barcos y nos dejó sin caladeros. Llovieron peces muertos y algas durante días. Hasta los patos emigraron y no los volvimos a ver por varias estaciones.

-Ya estás otra vez… Los viejos siempre hablando del pasado –le respondió Duncan, fastidiado-. ¿Pretendes saber más que los meteorólogos?

-No, pero no soy ningún cobarde. Tendría que venir el mismo diablo para asustarme. No temas, esta trinchera ha sobrevivido a más de cien tormentas.

-Perderás la Esmeralda por tu testarudez. Es la única que sigue amarrada en el pantalán del sur.

-De mi barca me encargo yo, Duncan Mc Gregor –se defendió Scott golpeando la barra con el puño.

-En mi país las tormentas pueden durar incluso semanas –intervino Ezequiel, el Negro-. El poder del mar y el cielo son absolutos.

-Los jóvenes habláis sin saber –dijo Scott bebiéndose el trago de un sorbo-. Si hubierais visto el cielo aquella noche de 1.975 me comprenderías. Ahora con cuatro gotas os entra el pánico. No tenéis las agallas suficientes para enfrentaros a la mar. ¡Menuda panda de marineros! –añadió en tono despectivo.

Mientras les rellenaba el vaso se abrió la puerta, dejando ver como las rachas y el agua golpeaban en el exterior, y entró Alistar. El capitán del Bonnie II iba enfundado en un chubasquero amarillo que le chorreaba en cascada. A duras penas consiguió cerrar tras de sí, pues la fuerza del viento y la constante lluvia se medían con su vigor y ninguno de los presentes acudió a ayudarle.

-¡La que está cayendo! –dijo tratando de secarse, pero no obtuvo respuesta-. Veo que el comité de crisis está reunido… Ponme un whisky doble, Scott.

-Cualquier tormenta después de aquella, es una tempestad. Pregúntale a tu madre, Duncan –continuó Scott mientras servía a Alistar-. Pescábamos en el caladero de mistral, muy cerca de la embarcación de tu padre, cuando la ‘tormenta asesina’ apareció de la nada. ¿Sabes por qué la llamaron así?

-Sí… Mi padre desapareció aquel día con toda su tripulación –contestó en tono grave.

-Una tragedia, la desaparición de la Estrella del Sur –observó Alistar.

-–¿Veis esta mano? –preguntó Scott, mostrando que le faltaban los dos dedos menores- Si aún me quedan tres, es sólo porque solté la mesana a tiempo. Si no habría perdido el brazo entero, o quién sabe qué más…

-No discutáis por tonterías –dijo Alistar-. ¿Habéis visto de qué color tan extraño se ha puesto el cielo?

Quedaron en silencio mirando la ventana. Entonces, la siniestra sinfonía que se orquestaba en el exterior pareció alzar su volumen. Las olas se estrellaban enfurecidas contra el faro, el viento aullaba mezclándose con el quejumbroso chirriar de las amarras y los truenos estaban tan cerca que parecían romper dentro de la misma taberna. A cada instante la mar se enarbolaba más y únicamente el incesante fulgurar dejaba entrever las sombras de la flota de bajura tambalearse y chocar unos contra otros. Los cuatro hombres pretendían mantener una calma que cada vez se hacía más tensa.

-No estáis preparados para esto –afirmó Ezequiel-. Deberías haber construido un nuevo dique para el embarcadero… O incluso haberlo cambiado al oeste, donde habría quedado más a resguardo de las corrientes.

-Aquí todo está bien como está. No necesitamos extranjeros que vengan a darnos lecciones, Negro –contestó Scott-. ¿Uno doble, Duncan?

-Sí, y ya que estás, pon una ronda para todos. ¡Que Atila nos pille borrachos! –exclamó alzando la copa.

De pronto oyeron un estruendo fantasmal que les estremeció. Los cuatro marineros se apresuraron a las ventanas y descubrieron que la bocana del puerto estaba desnuda. Las balizas habían desaparecido y todos los muertos y amarres se habían soltado, dejando las embarcaciones a su propia derrota. Nunca antes habían presenciado tantas tinieblas ni tanta destrucción. Un escalofrío les recorrió hasta los pies. Permanecieron atónitos observando aquella danza caótica y apocalíptica, hasta que a lo lejos divisaron un navío. Navegaba sobre las olas, impasible, con las velas izadas escorando a babor.

-¡Cien mil demonios! ¡Parece la Estrella del Sur! – gritó Scott incrédulo.

-No puede ser… -logró balbucear Duncan-. ¿Papá? ¡Papá!

En medio de aquel infierno de fuerza devastadora, el barco parecía flotar sobre una nebulosa que lo amparaba del cataclismo. Tanto su capitán como los tripulantes mantenían la mirada fija en el horizonte sin que los rayos ni los bramidos les perturbaran, pero sus ojos y sus cuerpos, casi transparentes, estaban más muertos que vivos.

-No temáis. Esto no es real –dijo Alistar al percatarse del fenómeno–. Se trata de un efecto óptico.

Pero Duncan y Scott ignoraron su observación y se apresuraron al exterior. Uno llamaba al padre y el otro gritaba el nombre de viejos amigos que ya no podían oírle.

-¡Están locos! –exclamó Ezequiel- ¡La tormenta se los tragará!

-¡Duncan! ¡Scott! ¡Regresad! –gritaba Alistar – ¡No creáis vuestros ojos! ¡Es sólo un espejismo!!

No hubo cerrado la boca cuando una ola tan alta como el Ben Nevis se formó ante ellos. Rugía mientras se alimentaba de todo lo que arrancaba a su paso. Se reforzaba con la resaca y crecía cada vez más. En pocos minutos el puerto se convirtió en una charca seca acorralada por un gran muro de agua. Scott y Duncan, presos de aquella aparición permanecían en el muelle luchando contra el viento y la lluvia. Cuando la Estrella del Sur llegó al punto de no retorno sobre la cresta de la ola, la inmensa pared de agua cedió de cuajo desparramándose en avalancha.

-¡Corred! ¡Corred! –gritó Alistar en un intento fallido para salvarlos.

-¡Dios bendito!- exclamó Ezequiel corriendo a resguardarse en la parte trasera de la taberna.

Pero ya no hubo nada que hacer y la furia de aquella ola los engulló de golpe arrastrándolos mar adentro.

‘Atila’ devastó el puerto de Uig. Cuando tras la tormenta los supervivientes empezaron a retirar los despojos, aparecieron objetos que muchos creían perdidos. La madre de Duncan encontró la cadena con el colgante de ancla que su difunto marido había llevado al cuello, e inexplicablemente, la sirena que una vez enarbolara la proa de la Estrella de Sur tomó el sitio de la virgen en lo alto del campanario. Alistar perdió la Bonnie II, pues únicamente la embarcación de Scott sobrevivió milagrosamente aquella terrible tempestad.

Los cuerpos de Duncan y Scott nunca se encontraron. Pero siguen vivos en las canciones marineras que hablan de la Fata Morgana que los engulló. Dicen que ahora forman parte de la tripulación del navío maldito y, que entre tormentas y cantos de sirenas, navegan los mares de otros mundos con rumbo siempre al horizonte.

 

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